La experiencia subjetiva, el hecho interno y privado de sentir, no es un simple reflejo pasivo del mundo, sino la consecuencia activa de la forma en que nuestro organismo interpreta y responde a las perturbaciones del entorno. Constituye el núcleo mismo de lo que entendemos por conciencia.

Mientras que los procesos neuronales que la sustentan son observables, medibles y cuantificables, la cualidad íntima de la experiencia, el rojo de un atardecer, la amargura de un desengaño, la textura emocional de un recuerdo, resiste obstinadamente toda objetivación.

Estos fenómenos, llamados qualia, no residen ahí afuera esperando a ser capturados. Emergen de la compleja interacción entre el cerebro, el cuerpo y el mundo. Solo podemos acceder a ellos de forma indirecta, a través de relatos verbales, expresiones conductuales o el estudio de sus correlatos neurales.

Este abismo explicativo entre el mecanismo físico y la experiencia fenomenológica fue denominado por el filósofo David Chalmers como «hard problem of consciousness» y continúa representando el desafío intelectual más profundo para la neurociencia contemporánea (Chalmers, 1995).

A pesar de los avances monumentales en técnicas de neuroimagen, genética y modelado computacional, la ciencia del cerebro aún se enfrenta a una pregunta fundamental. ¿Cómo y por qué ciertos patrones de actividad neuronal dan lugar a una experiencia cualitativa interna?

La subjetividad dista de ser un epifenómeno trivial. Es el escenario primordial donde se despliegan la identidad, la intencionalidad, el significado y la agencia. Estas no son propiedades que encontremos en el mundo físico, sino que las construimos activamente al interactuar con él.

Ignorar esta dimensión implica pasar por alto que la realidad que vivimos no es un dato estático, sino una interpretación dinámica generada desde dentro. Esta laguna persiste de manera pertinaz, incluso frente a correlatos neuronales sólidamente establecidos (Crick y Koch, 2003).

Desde hace décadas, voces dentro de la neurociencia han argumentado que este vacío explicativo no puede cerrarse simplemente acumulando más datos cerebrales. Se requiere, en cambio, una redefinición radical de lo que consideramos evidencia científica.

Bajo esta perspectiva, la experiencia vivida, cuando se describe con rigor metodológico y entrenamiento apropiado, deja de ser un ruido anecdótico para convertirse en una fuente legítima de conocimiento.

Esta visión, que comenzó a consolidarse en los años 90 gracias al trabajo del biólogo y filósofo chileno Francisco Varela, propone que el estudio de la conciencia debe integrar sistemáticamente lo que el sujeto reporta desde su perspectiva interna con lo que el cerebro revela desde una mirada externa, en un enfoque de mutua iluminación entre la primera y la tercera persona (Varela, 1996).

Los correlatos neuronales de la experiencia subjetiva

El concepto de correlatos neurales de la conciencia se refiere a aquellos patrones específicos de actividad cerebral que se asocian de manera consistente con estados subjetivos particulares.

Investigaciones bien fundadas han demostrado, por ejemplo, cómo la activación del córtex cingulado anterior se vincula de forma fiable con la percepción subjetiva del dolor (Rainville et al., 1997), mientras que la red neuronal por defecto (DMN), un conjunto de regiones que incluye el córtex prefrontal medial y el precúneo, aparece íntimamente implicada en los procesos de autorreferencia y la construcción de la narrativa del yo (Buckner et al., 2008).

Estos hallazgos representan pilares fundamentales en nuestro entendimiento, aunque resultan insuficientes por sí solos. Una correlación, por robusta que sea, no implica causalidad y mucho menos ofrece una explicación fenomenológica satisfactoria.

La neurociencia cognitiva ha logrado avances notables al cartografiar regiones y redes cerebrales implicadas en funciones como la atención, la emoción o la memoria autobiográfica.

No obstante, un enigma perdura. Incluso cuando podemos predecir con notable precisión qué región cerebral se activará ante un estímulo determinado, seguimos sin comprender por qué dicho estímulo genera una experiencia consciente en lugar de procesarse de manera inconsciente.

Esta persistente incógnita sugiere la necesidad imperiosa de nuevos marcos teóricos, lo que podría implicar incluso una revisión de los fundamentos ontológicos de la empresa científica actual.

Algunas aproximaciones teóricas proponen que la conciencia no emerge de un cerebro aislado y contemplativo, sino de un organismo en acción, cuya estructura interna es constantemente perturbada por el entorno, dando lugar a los estados cognitivos que denominamos percepción.

Esta visión, que desplaza al cerebro del centro exclusivo del escenario para situarlo como parte de un sistema dinámico más amplio, ha permitido reinterpretar la experiencia subjetiva no como un reflejo pasivo de la realidad, sino como una construcción activa, emergente y profundamente situada (Varela, Thompson y Rosch, 1991).

En este marco conceptual, comprender la subjetividad exige observar no solo qué se activa dentro del cerebro, sino también cómo ese cerebro está inextricablemente acoplado en tiempo real con un cuerpo que actúa y un mundo que responde.

Teorías emergentes en el estudio de la conciencia

Entre las teorías más provocadoras que han surgido destaca la Teoría de la Información Integrada (IIT), propuesta por Giulio Tononi (Tononi, 2008) que postula que la conciencia surge fundamentalmente de la capacidad de un sistema para integrar información de manera irreducible.

Según este marco, cuanto mayor es el grado de integración informacional, cuantificado mediante el valor Φ (phi, una medida de la cantidad de información que el sistema genera como un todo, más allá de sus partes), mayor es la riqueza y profundidad de la experiencia subjetiva.

Si bien esta teoría ofrece la posibilidad de cuantificar la conciencia en principio, su aplicación práctica permanece limitada y es objeto de un intenso debate dentro de la comunidad científica, particularmente debido a las dificultades para generar predicciones falsables (Aaronson, 2014).

Además, ha sido criticada por asignar conciencia a sistemas que intuitivamente no la poseen, como rejillas de diodos y por su incompatibilidad con casos clínicos donde la conciencia persiste a pesar de una integración informacional reducida.

Otra aproximación significativa es la Teoría de la Resonancia Cerebral, que sugiere que la conciencia emerge de la sincronización de oscilaciones neuronales en frecuencias específicas, como las bandas gamma (30-100 Hz) o alfa (8-12 Hz).

Se propone que estas resonancias electrocorticales permiten la unificación de contenidos dispersos en múltiples regiones cerebrales, dando lugar a una experiencia consciente coherente y unificada (Buzsáki, 2006).

Aunque esta perspectiva cuenta con un respaldo empírico considerable en lo que respecta a la sincronía neuronal y la percepción integrada (Rodriguez et al., 1999), sigue siendo un marco en desarrollo que aún no constituye un modelo unificado y ampliamente aceptado de la conciencia.

De forma paralela, ha crecido sustancialmente el interés por desarrollar metodologías que permitan capturar la estructura intrínseca de la experiencia desde dentro, no como un dato secundario o anecdótico, sino como el eje central del análisis.

Este esfuerzo incluye el refinamiento de técnicas de descripción fenomenológica entrenada, que permiten identificar invariantes en la experiencia subjetiva, como la temporalidad, la espacialidad o la intencionalidad, para luego correlacionarlas con dinámicas cerebrales específicas.

Estas herramientas metodológicas, inspiradas en tradiciones filosóficas fenomenológicas y validadas experimentalmente, forman parte de un programa de investigación más amplio que busca cerrar la brecha explicativa entre lo vivido en primera persona y lo medido en tercera persona, todo ello sin caer en reduccionismos simplistas (Varela, 1999).

La subjetividad como proceso dinámico y contextual

Resulta crucial comprender que la experiencia subjetiva no constituye un estado estático ni una propiedad fija e inmutable del cerebro.

Por el contrario, se manifiesta como un proceso dinámico, profundamente contextual, que se moldea de forma continua mediante la historia personal, el entorno cultural, las expectativas y el estado fisiológico momentáneo del organismo.

Esta naturaleza fluida implica que no podemos reducir la subjetividad a la actividad de un centro de conciencia localizado y discreto. Debemos, en cambio, entenderla como un fenómeno emergente que surge de redes distribuidas que interactúan en tiempo real tanto entre sí como con el mundo.

Estudios recientes en el campo de la neurofenomenología, una disciplina que busca combinar metódicamente los métodos de primera persona con los de la neurociencia, han demostrado de manera persuasiva que el entrenamiento sistemático en prácticas como la atención plena o la meditación puede alterar de forma simultánea tanto la estructura cerebral como la calidad misma de la experiencia subjetiva (Lutz et al., 2004).

Este cuerpo de evidencia refuerza poderosamente la idea de que la conciencia no es meramente algo que poseemos, sino más bien algo que hacemos y que podemos transformar activamente a través de la práctica deliberada.

Cabe señalar que, si bien este enfoque cuenta con un respaldo empírico creciente, su integración metodológica dentro de la práctica científica estándar sigue representando un desafío considerable.

La posibilidad de transformar la experiencia consciente mediante prácticas contemplativas no representa un hallazgo enteramente reciente.

Ya en la década de 1990, se establecieron puentes sistemáticos y rigurosos entre tradiciones contemplativas milenarias y la neurociencia moderna, con el objetivo explícito de utilizar la introspección entrenada como un instrumento válido de investigación científica.

Estos diálogos interdisciplinarios, que combinaban el rigor experimental con la precisión fenomenológica, permitieron por primera vez tratar estados mentales sutiles y complejos, como la disolución del yo o la atención pura, como objetos legítimos de estudio científico, superando así su estatus previo de meras curiosidades espirituales o experiencias anecdóticas (Varela, 1996).

La importancia del reporte fenomenológico estructurado

Para avanzar de manera significativa en la comprensión de lo subjetivo, la neurociencia contemporánea ha comenzado a adoptar y adaptar metodologías que integran el reporte de primera persona de una manera rigurosa y sistemática.

Técnicas como la Entrevista de Explicitación, desarrollada minuciosamente por Claire Petitmengin (Petitmengin, 2006), permiten a los participantes describir con un nivel notable de precisión sus experiencias internas, evitando así interpretaciones teóricas prematuras o justificaciones posteriores.

Estos datos cualitativos ricos y detallados, cuando se cruzan y contrastan con medidas neurofisiológicas objetivas, ofrecen una ventana única y privilegiada hacia la estructura profunda de la experiencia consciente.

Este enfoque integrador no solo valida la subjetividad como un objeto de estudio legítimo y necesario, sino que también consigue revelar patrones recurrentes y universales en experiencias que, en la superficie, parecen completamente únicas e intransferibles.

Fenómenos como la disolución del yo, la sensación de unidad cósmica o la alteración radical de la percepción del tiempo muestran regularidades que pueden correlacionarse de manera fiable con patrones neurales identificables (Millière et al., 2018).

Estos hallazgos resultan particularmente relevantes e illuminadores cuando dirigimos nuestra mirada científica hacia el estudio de estados alterados de conciencia, como aquellos inducidos por la administración de sustancias psicodélicas, aunque cabe recordar que estos estudios aún enfrentan limitaciones metodológicas, como muestras pequeñas, dificultad para el doble ciego y variabilidad en los reportes subjetivos.

La clave fundamental de estos métodos innovadores no reside simplemente en recoger de manera pasiva lo que la persona espontáneamente dice, sino en entrenarla de forma activa para observar con la mayor precisión posible lo que vive en su inmediatez, distinguiendo con claridad entre la experiencia cruda y directa y su interpretación cognitiva posterior.

Este rigor descriptivo, que bebe de las fuentes de la fenomenología husserliana y ha sido meticulosamente desarrollado en contextos neurocientíficos modernos, fue pionero en los trabajos que buscaban superar definitivamente la dicotomía tradicional entre la ciencia objetiva y la experiencia subjetiva, proponiendo en su lugar que ambas perspectivas pueden y deben dialogar en condiciones de igualdad epistémica (Varela, 1999).

La conexión con la experiencia psicodélica

Las sustancias psicodélicas clásicas, como el LSD, la psilocibina o la DMT, ofrecen al investigador una herramienta única y poderosa para investigar la experiencia subjetiva, precisamente porque poseen la capacidad de alterarla de manera profunda, reversible y relativamente controlable en entornos experimentales.

En estos estados no ordinarios de conciencia, los sujetos reportan con frecuencia fenomenológica experiencias tan profundas como la disolución del sentido del yo egoico, la fusión con el entorno o con una totalidad mayor, la percepción vívida de realidades alternativas y una intensificación emocional y sensorial que desafía los parámetros de la experiencia cotidiana.

Desde una perspectiva neurocientífica, estos efectos subjetivos tan dramáticos se correlacionan de manera consistente con dos fenómenos neurales principales. Una desintegración temporal de la actividad de la Red Neuronal por Defecto (DMN), esa red cerebral ampliamente asociada con los procesos de autorreferencia y la narrativa autobiográfica del yo (Carhart Harris et al., 2012) y un aumento simultáneo y significativo de la conectividad global entre regiones cerebrales que en estado de vigilia normal muestran poca o nula comunicación funcional (Tagliazucchi et al., 2014).

Este patrón sugiere de manera contundente que la experiencia del yo unitario y estable no es una entidad fija o una esencia inmutable, sino más bien un constructo dinámico y frágil que se mantiene activamente mediante patrones específicos de conectividad neural. Cuando estos patrones se interrumpen o alteran, la experiencia subjetiva de la identidad se transforma de manera radical y profunda.

Es importante destacar que estos hallazgos cuentan con un respaldo robusto de múltiples estudios de neuroimagen y son considerados hoy en día evidencia sólida y reproducible dentro de la comunidad científica especializada, aunque aún requieren replicación en muestras más amplias y diversas.

La idea seminal de que el yo es una construcción dinámica y no una esencia permanente fue anticipada teóricamente por enfoques enactivos y embodied que conciben la identidad no como un núcleo interno estable, sino como un proceso continuo que se enactúa a través de la interacción del organismo con su entorno.

En este sentido profundo, los estados psicodélicos no solo alteran de manera transitoria la química cerebral. Su verdadero valor reside en que revelan de manera palpable la naturaleza contingente, maleable y construida de la estructura subjetiva del yo, un concepto teórico que encuentra así un resonante eco empírico en perspectivas que entienden la conciencia como un fenómeno emergente, corporizado y ecológico (Varela, Thompson y Rosch, 1991).

Psicodélicos como catalizadores de insight neurocientífico

Más allá de sus prometedores efectos terapéuticos, que han sido ampliamente documentados en el tratamiento de trastornos como la depresión resistente, la ansiedad existencial en pacientes terminales o el trastorno de estrés postraumático (PTSD) (Mitchell et al., 2021), las sustancias psicodélicas actúan como sondas excepcionales para la investigación de la conciencia.

Permiten a los científicos observar de manera controlada cómo el cerebro es capaz de generar realidades subjetivas alternativas y cómo alteraciones químicas relativamente menores pueden desencadenar transformaciones profundas y globales en la percepción, el pensamiento simbólico y el mismo sentido de identidad personal.

Estas observaciones encierran implicaciones filosóficas y científicas de una profundidad difícil de exagerar. Si la experiencia subjetiva demuestra ser tan maleable y plástica, hasta el punto de que el yo puede disolverse por completo o fusionarse con una totalidad percibida, entonces la conclusión inevitable es que no estamos percibiendo una realidad objetiva y preexistente, sino que estamos interactuando constantemente con un modelo interno generado activamente por el cerebro.

Los psicodélicos, al desestabilizar de manera drástica los procesos predictivos jerárquicos del cerebro, revelan de la manera más elocuente que lo que convencionalmente llamamos realidad es en el mejor de los casos una hipótesis operativa viable y no una verdad ontológica absoluta (Friston, 2010; Carhart Harris y Friston, 2019).

Cabe aquí un matiz conceptual clave. Aunque tanto el enfoque del cerebro predictivo como el enactivismo coinciden en que la percepción es activa y no pasiva, difieren en un punto fundamental.

El primero, representado por Karl Friston, asume que el cerebro construye representaciones internas, predicciones, que intentan minimizar el error con la entrada sensorial.

El segundo, desarrollado por Francisco Varela, rechaza la noción de representación, y propone que la cognición es acción directa en el mundo, sin intermediarios simbólicos.

Ambos marcos son influyentes y su diálogo sigue abierto en la neurociencia contemporánea.

Esta visión de la percepción como una hipótesis activa y predictiva encuentra un paralelo fascinante en enfoques enactivos que comprenden al organismo no como un mero receptor pasivo de estímulos, sino como un agente autónomo que da forma a su mundo a través de la acción y la interacción constante.

En este marco teórico unificador, la realidad que experimentamos no funciona como un espejo fiel del mundo externo, sino como un mundo que se constituye y se hace patente en el mismo acto de la interacción, una idea poderosa que redefine radicalmente lo que entendemos por objetividad en el contexto de una ciencia de la conciencia madura (Varela, 1999).

Cabe enfatizar que esto no implica que el mundo físico no exista, sino que nuestra experiencia de él es siempre una construcción mediada por nuestra biología, historia y contexto.

Integrando lo subjetivo sin reduccionismos

El futuro más prometedor para la neurociencia de la conciencia no reside en ignorar lo subjetivo por considerarlo inaccesible, ni en reducirlo de manera simplista a un epifenómeno ilusorio, sino en desarrollar con audacia marcos teóricos y metodológicos innovadores que le otorguen el estatus epistemológico que merece.

Es decir, tratarla como lo que es. Un fenómeno real, medible de manera indirecta pero rigurosa, transformable mediante intervenciones específicas y fundamental para entender lo que realmente somos.

Este camino implica abandonar definitivamente el dualismo cartesiano sin caer por ello en un fisicalismo reduccionista ingenuo, abrazando en su lugar una ciencia más madura que sepa integrar de manera creativa lo cuantitativo con lo cualitativo, lo objetivo con lo vivido, lo medible con lo decible.

En este contexto, los psicodélicos, lejos de ser vistas como meras herramientas terapéuticas o sustancias recreativas, se están revelando como catalizadores de una auténtica revolución conceptual en ciernes.

Nos obligan a formular preguntas radicales. ¿Qué es realmente real? ¿Qué es este yo que creemos ser? ¿Dónde terminan los procesos cerebrales y comienza la experiencia vivida? Y quizás la más crucial de todas. ¿Cómo podemos estudiar de manera científica aquello que solo existe desde dentro, en la intimidad de la primera persona?

Esta última pregunta, aparentemente paradójica, ha sido abordada con notable rigor por corrientes de pensamiento que proponen que una ciencia de la conciencia genuina debe incluir, y no excluir, la perspectiva del sujeto que experimenta.

No como un dato anecdótico o secundario, sino como una fuente estructurada y rigurosa de conocimiento, capaz de dialogar en pie de igualdad con los datos cerebrales en un marco de complementariedad necesaria.

Este programa de investigación, lejos de ser una especulación filosófica, ha generado ya protocolos metodológicos replicables, hallazgos publicados en revistas de alto impacto y nuevos paradigmas de investigación que hoy inspiran trabajos que van desde los estudios clínicos controlados hasta los modelos computacionales más avanzados de la mente, incluyendo simulaciones basadas en inteligencia artificial que intentan replicar dinámicas de autoorganización y emergencia fenomenológica (Seth, 2021; Dehaene et al., 2023) (Varela, 1996).

La experiencia subjetiva como puente entre ciencia y trascendencia

La neurociencia contemporánea se encuentra en un punto de inflexión histórico. Enfrentada al desafío irrevocable de la experiencia subjetiva, no puede seguir ignorando aquello que no puede medir directamente con electrodos o resonancias magnéticas.

Está llamada a evolucionar hacia una ciencia más inclusiva, más humilde y al mismo tiempo más ambiciosa, más humana en el mejor sentido de la palabra, capaz de tender puentes de diálogo fecundo con la filosofía, la fenomenología y las tradiciones contemplativas.

Y en este camino de expansión, las experiencias psicodélicas, con su capacidad única para disolver fronteras aparentemente sólidas, expandir los límites de la percepción y revelar la plasticidad radical de la mente, se erigen como aliadas inesperadas pero probablemente indispensables.

Comprender la naturaleza de la experiencia subjetiva no es solo un reto científico técnico. Es, en su nivel más profundo, reconocer y aceptar que la realidad que habitamos no es algo que recibimos de manera pasiva, sino algo que enactuamos activamente a cada momento, no en el sentido de que la inventamos arbitrariamente, sino en el sentido biológico y cognitivo de que la generamos mediante nuestra interacción estructurada con un mundo real.

Es una invitación abierta a redescubrir lo que significa ser consciente, no como espectadores neutrales de un mundo ya dado y terminado, sino como agentes participativos que generan, desde su corporalidad situada y su historia personal, el mismo mundo en el que se desenvuelven, en toda su deslumbrante complejidad, su conmovedora fragilidad y su infinito asombro.

Y en este viaje de descubrimiento, los psicodélicos no representan una distracción peligrosa, sino más bien una brújula sorprendente que señala hacia territorios inexplorados de la mente y la experiencia humana.

Referencias

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  9. Petitmengin, C. (2006). Describing one’s subjective experience in the second person: An interview method for the science of consciousness. Phenomenology and the Cognitive Sciences, 5(3–4), 229–269. https://doi.org/10.1007/s11097-006-9022-2
  10. Mitchell, J. M., Bogenschutz, M., Lilienstein, A., Gosnell, H., Haas, C., Averill, L. A., Vargas, M. V., Shannon, S., Jung, J. Y., Yazar-Klosinski, B. B., Thompson, M., Barba, A., Haas-Seibert, J., Linnerman, A., Polzer, G. H., Hapke, R. A., & Doblin, R. (2021). MDMA-assisted therapy for severe PTSD: A randomized, double-blind, placebo-controlled phase 3 study. Nature Medicine, 27(6), 1025–1033. https://www.nature.com/articles/s41591-021-01336-3.pdf

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Director de contenidos en Zythos Media™. Redactor digital especializado en neurociencia y psicoactivos. Autor de los libros "Introducción a la Microdosis de Psilocibina" y "Guía Práctica para Catar Marihuana".

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